lunes, 8 de noviembre de 2010

Una película: Aita


Uno



Hace ya un tiempo que escribí que la verdadera revolución del arte del siglo XX –y todavía lo es del XXI– era la incorporación del cine al panorama de las artes visuales.

Es un papel aun vigente, porque es el único medio de expresión que mantiene un contacto real con el espectador.

Las películas generan discusión, debate. Creo que casi no debe haber ningún encuentro, comida, cena, en dónde, en algún momento, no se hable de cine.

A los maestros conocidos se siguen incorporando voces que consiguen que el observador sienta, reflexione o simplemente goce, sin descartar que se pueda –también– divertir.

Porque en el fondo la función del cine es imposible de definir. De hecho sólo aceptaría una: proyección de imágenes en movimiento. Lo demás son todo meras hipótesis, teorías sin ningún fundamento.



Dos


Hace ya bastantes años en un encuentro con el desparecido, y excelente, escritor Joan Perucho, éste describió una experiencia que calificó de importante. En su labor como juez le tocó asistir a la exhumación de un cadáver. Perucho hizo una descripción casi cómica del acontecimiento, gesticulando con las manos y los pies como era habitual en él.

Pero hubo un momento de revelación, al abrir la tapa del ataúd advirtió que en el dorso de ésta los humores desprendidos por el difunto y la humedad de la tierra, habían configurado una imagen riquísima. Contó que entonces había descubierto el secreto del arte de Antoni Tàpies. Éste, en realidad, estaba pintando la muerte o los efectos de ella. “Era como un Tàpies” estas fueron sus palabras.

Considerar como un valor estético el efecto del tiempo, la podredumbre, sobre el entorno, paredes, restos de objetos, etc. no es una prerrogativa del pintor Tàpies, ya Leonardo da Vinci recomendaba observar con atención los desconchados y las manchas de las paredes. Una huella azarosa del paso de los años que se produce sin intervención humana. Basta caminar con ojos atentos para descubrir este tipo de imágenes, en ocasiones magníficas. Pero lo que más me interesó de las palabras de Perucho fue que relacionara esta cuestión con la muerte.



Tres



Un film reciente de José Mª de Orbe, Aita, pone de nuevo este hecho sobre el tapete.

Una vieja casa que se desmorona, filmada con un cuidado exquisito trae esta reflexiones a la actualidad.

Es casi como un fotografía, de una impresionante calidad pictórica, de la muerte, al menos de lo que antecede o resulta de ella.

El ojo del cineasta –y de su cámara– va recorriendo el interior y el exterior de la casa, dejándonos unas imágenes que van a perdurar en la retina del espectador.

Uno de los personajes cuenta que tras la muerte en último sentido que sigue transmitiendo información al cerebro, aunque éste no la procese, es el oído. Diría que aquí parece que sea el ojo el último y que el espectador debe hacer de cerebro todavía despierto.

Algunas composiciones rectilíneas –posiblemente a la manera de Ozu– sirven de descanso al algo desasosegado –en el sentido más noble de la expresión– observador.

Una casa que muere, huesos, tiempo gris, frío, humedad, proyección de imágenes que también han sido tratadas como si el tiempo se hubiese cebado en ellas. Una gran melancolía debe invadir al espectador, una melancolía fruto de una observación de alto poder estético y casi diría que ético de la belleza generada por el camino hacia un final de luz. Una brillante e inquietante luz que persigue al otro personaje. Una luz que surge de las tinieblas, o una luz que nos conduce a ellas como en uno de los planos más hermosos de la película, aquel que da comienzo con un círculo blanco.