En
ocasiones uno tiene que renunciar a algún propósito. Hace un tiempo me dije que
ya no tocaba leer, a autores actuales me refiero. A mi edad correspondía limitarme a releer aquellos libros que me han
marcado de un modo indeleble en mi viaje por la literatura, podría citar cuáles
son –no lo voy a hacer- porque mi desafortunada memoria parecía exigir esa
vuelta atrás.
Pero he
aquí que ha caído en mis manos La muerte
del comendador de Haruki Murakami. Lo empecé a leer un lunes por la mañana
y lo terminé el martes siguiente al anochecer, sin levantar apenas la vista del
libro. Escribo estas líneas apenas unas horas después, no son, pues, producto
de una reflexión sosegada, lo son de unas primeras, pero profundas, impresiones.
Hay
algunas circunstancias que me predisponían favorablemente, el protagonista del
libro, a veces narrador, a veces observador, a veces parece que sobrevuele
sobre los acontecimientos, es un pintor. Un pintor que inicia su carrera
pintando cuadros abstractos, en una búsqueda inútil de la forma, pasa a
realizar retratos por encargo y luego Retratos con mayúscula. No sé si Murakami
ha pintado alguna vez, si no lo ha hecho se ha puesto en la piel de un pintor
con un acierto que deja sin palabras. Al menos en lo que respecta a mi
experiencia.
No sé
nada de la vida del autor ni quiero saberlo. Uno de los misteriosos personajes
–idea corporizada- le cuenta a nuestro pintor lo siguiente: al parecer Kafka
tenía una peculiar obsesión con determinada propiedad de unas calles de Praga… El
personaje le pregunta al pintor si conocía ese hecho, la respuesta es que no.
La conclusión es que eso no tiene importancia, lo importante es la obra, qué
más da la manía de Kafka.
No puedo
estar más de acuerdo, siempre he pensado así, lo importante es la obra, la vida
del autor es pura anécdota, casi para revistas del corazón. (1)
Pero a
partir de ahí surgieron una serie de coincidencias, algunas extraordinarias,
especialmente, claro, en lo que se refiere al mismo hecho de la creación.
El
narrador, y un antecesor dueño de la casa donde vive, vital en el curso de la
narración, sufren una metamorfosis parecida, empiezan en la abstracción, o algo
semejante, y terminan enfrentándose , uno a la tradición –pintura japonesa
tradicional- y el otro al rostro humano. Rememorando la frase –y también la
evolución- de Giacometti: no hay más remedio que tomar un taburete, sentarse
delante de un modelo, e intentar lo imposible, cito de memoria. Por cierto un
taburete merece una especial atención en el libro.
En esa
situación se describen hechos, sensaciones que he sentido como propias, la
angustia del lienzo en blanco, la percepción del modelo del hecho de posar, “es
como desnudarse”, el intercambio, el trueque, entre el pintor y el modelo. (2)
El
pintor va desgranando sus sensaciones, su aproximación a la imposible tarea.
Cuando
está pintando su segundo modelo, Marie, dice:
Entre aquella niña de trece años y yo, se
estaba produciendo, sin duda, una especie de intercambio. 1-103
No hay
nada naturalista en los retratos del pintor, no busca para nada una semejanza
física, busca lo que he definido más arriba, lo imposible, lo incomprensible. Él
mismo no entiende lo que está pintando. Aquí hay otra coincidencia, el no
pensar, la mente en blanco mientras trabaja: Me parecía que en ese momento, lo más importante era no pensar. 1-253
En esas
mismas páginas, hay unas reflexiones sobre la búsqueda del color, el color
habla por sí mismo: Nada más acabar, supe
enseguida cuál sería el siguiente color. Naranja. Eso lo vivo
constantemente en mi trabajo. A veces un cuadro ha estado interrumpido largo
tiempo porque el color no se “presentaba”.
Eso
quiere decir que el lienzo habla, es otro diálogo distinto del pintor y el
modelo; lienzo y pintor. Sobre ello se introduce otra cuestión, sobre la que se
me ha preguntado en ocasiones, cómo se sabe cuándo una obra está terminada, es,
sin ninguna duda, el cuadro el que lo decide, así lo describe Murakami: Cuanto más se acerca a su finalización, más
voluntad propia parecen adquirir, algo así como un punto de vista particular,
una opinión. Una vez terminados son ellos los que indican al autor que el
trabajo está terminado. 2-201
Y aún
hay una coincidencia más, cuando el cuadro adquiere vida propia, el autor lo
contempla, desde la lejanía espacial o temporal, como si lo hubiese pintado
otro.
Como en
la pintura, el libro, más allá de estas reflexiones sobre la creación y la
pintura, tiene también vida propia. Quisiera imaginar a Murakami observando su
libro como si lo hubiese escrito otro. La
muerte del comendador no se agota en estas cuestiones, va mucho más allá, a
veces aborda misterios relativos a la física cuántica, al gato de Schrödinger,
que puede estar a la vez vivo y muerto, a veces se hace presente de modo
ligeramente explícito la Alicia de Lewis Carroll, pero es evidente en cada una
de sus páginas, desde la corporización de ideas u metáforas, hasta el personaje
de Marie, casi un trasunto de Alicia.
No
quiero ni puedo adentrarme más en ese rico laberinto del libro de Murakami,
solo decir que me ha hecho rectificar esa intención de únicamente prestar
atención a las relecturas. Un libro que ha hecho renacer en mí una curiosidad
perdida. Nada más decir que una vez finalizada su lectura, la primera y fuerte
pulsión fue volver a leerlo.
Enero
2019
1 Aquí
haría una excepción, los libros de memorias, porque forman parte indisoluble de
la obra del autor.
2 Sobre
ello es muy recomendable la lectura del libro de James Lord, sobre su
experiencia como modelo de Giacometti.
Notas
La muerte del comendador está
dividido en dos volúmenes. En las referencias 1 o 2 indican si se trata del
primer o del segundo volumen.
Esta
entrada se puede completar con Conversación con una modelo en este blog